Mi amiga Isabel, al norte de Cáceres (tan al norte que ya es otra provincia), me recuerda que muchos pequeños pueblos han vivido tantos años de las vacas que ahora les cuesta pensar en otra cosa que no sean estos mamíferos con cuernos.
Pero en Ibahernando a veces hay niños, también son mamíferos pero no tienen cuernos. A los niños de ahora les gustan los videojuegos, las tablets, los móviles, pero ¿y si les gusta ir al parque? Pues en Ibahernando tenemos el de la carretera («el de las piedras«), destrozado y sucio, el del camino de los Tesoritos («papá, este parque es muy aburrido«), austero y sin una triste farola en los alrededores, el del antiguo cementerio «papá, ¿dónde están los columpios?«), donde alguien se empeña en poner farolas sin globos («¿a qué no le das a la bombilla una pedrá?. ¿Qué no? ¡Ahora verás! ¡Zasca! Ale, vámonos, hasta dentro de seis meses no vuelven a poner una bombilla nueva«).
Seguramente una subvención permitió crear estos parques, y el tiempo ha ido dejando que pasen de la categoría de «parque infantil» a «corral de vacas«. Y es lo que decía al principio, en estos pueblos se piensa más en las vacas que en los niños.
Algún día los papás dejarán de llevar a sus niños a los parques, y quizá al pueblo, y entonces nos lamentaremos de que mucha gente prefiere ir al centro comercial que al pueblo de sus abuelos ¿por qué será? Simplemente porque hasta que no seamos vacas, no pensarán en nosotros.
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